miércoles, 13 de febrero de 2013

En ese cruce de vidas que no dura mucho y que, de vez en cuando, recuperamos porque hay algún detalle, alguna imagen o frase que nos trae a la memoria a esas personas, hoy viene a la mía el que viví, durante algo más de seis meses, con un atractivo mozo que, además, era uno de los admirados líderes clandestinos de la juventud progresista de aquella época, en su lugar de nacimiento y fuera de él. De esto, me enteré mucho tiempo después. 

Nos conocimos en lo que entonces llamábamos guateques. En este caso, un guateque universitario. Me lo presentó, como solía decirse, un amigo y compañero común. Mi primera impresión fue la de que era un muchacho educado, respetuoso, reservado y de personalidad magnética. Pasaba de la sonrisa al silencio con mucha facilidad y llegué a la conclusión de que algo le atormentaba. Después de un buen rato de conversaciones breves y algún que otro baile intercalado, vimos que había buena sintonía entre nosotros y acordamos vernos unos días más tarde. 

En esa ocasión, tocó momento confidencial. Debí inspirarle cercanía y dio rienda suelta a lo que parecía aprisionarle el alma. Me contó que acababa de romper con la novia que había tenido desde su etapa de adolescente. Que estaba embarazada y que las familias de ambos les presionaban para que se casaran. Era lo habitual en aquel tiempo y en aquella situación. A él, la idea le asustaba y, a mí, me dio mucha lástima verle así. Sentí que me convertía en el hombro en el que apoyarse y en el refugio en el que protegerse y como nos encontrábamos bien juntos, seguimos viéndonos con bastante frecuencia. Una compañera del equipo de baloncesto en el que yo jugaba entonces, nos vio en varias ocasiones y me advirtió de cómo era él y de que tenía novia. Su sorpresa fue descubrir que yo ya estaba enterada de todo y a través de él mismo. 

Nos gustaba bailar y más de una vez visitamos las discotecas de la capital, para hacerlo. Después de aquellos ratos, solíamos sentarnos en alguna terraza para tomarnos un refresco y charlar. Hablábamos de nuestros estudios, de lo que nos ilusionaba y de lo que nos preocupaba. Jamás lo hicimos de un posible proyecto de vida conjunto, porque nunca nos consideramos una pareja de novios al uso. Éramos, por encima de todo, dos buenos amigos que, a lo mejor, hubieran podido llegar a ser algo más. Pero él siempre volvía hacia lo que le obsesionaba en aquel tiempo: el embarazo de su antigua novia. Se sentía perdido y confuso y buscaba, desesperadamente, cómo solucionar aquella situación. Un día, cuando ya debía estar al límite de su aguante, me hizo una propuesta que, en ese momento y ahora mismo, me resultó desconcertante y descabellada. Me preguntó si yo estaba dispuesta a casarme con él y a hacerme cargo del hijo que iba a tener. 

Me cogió tan desprevenida que no se me ocurrió, siquiera, pedirle que me explicara cómo conseguiría separar de su madre a ese niño que, en unos meses, iba a nacer. Sólo fui capaz de hacerle ver que aquello no era tan fácil, que era un disparate y que su familia y la de ella no iban a permitir nada de lo que pretendía. Estaba muy claro que él, a toda costa, no quería renunciar a su hijo y yo era la única que parecía comprender su terrible dilema. Aquella convicción debió darle fuerzas para atreverse a proponerme tamaña idea. Le pedí que se tranquilizara, que reflexionara sobre lo que habíamos hablado y que si estaba tan convencido de no querer perder a esa criatura, debía recuperar la relación con su novia y reconsiderar la conveniencia de unirse para cuidar del hijo de ambos. Me escuchaba cabizbajo y en silencio y tuve la sensación de que mis palabras le hacían recapacitar. Me dio las gracias y un beso, se levantó y se despidió. Aún hoy recuerdo su figura, algo encorvada, alejándose de mí, y una corazonada me dijo que lo hacía por última vez.

Nunca más volvimos a vernos y sólo mucho tiempo después, me enteré de que se había casado con su novia de siempre y habían tenido aquel hijo y algunos más. Llegó la etapa de la transición y luego la democracia, y un día vi su rostro, en carteles y medios de comunicación, formando parte de los candidatos que aspiraban a un puesto parlamentario. Me alegré por él y porque aquel líder juvenil, con quien tanto compartí en tan poco tiempo, dejaba la clandestinidad y demostraba haberse centrado y madurado en su vida personal y profesional. La vida de un muchacho que se debatió entre sus ideas progresistas y los convencionalismos de aquel tiempo. 

Nunca sabré si alguna vez me ha recordado y si sería capaz de reconocerme, en caso de encontrarnos en cualquier lugar, cualquier día de estos.