martes, 7 de mayo de 2013

Nunca pensé que fuera a ver lo que vi hace un par de semanas y acabo de volver a ver hace sólo unos pocos días. La primera vez fue en la parte exterior trasera de una guagua del transporte urbano y la segunda, en un lateral de los vagones del tranvía metropolitano. En ambos casos, dos ¿palabras? escritas con caracteres gigantescos, que forman parte de un anuncio publicitario dirigido a los más jóvenes. El tal mensaje, promocionado por el Cabildo de Tenerife, a través de las dos empresas, Titsa y Metropolitano S.A., induce a la compra de un bono, para acceder a los dos sistemas, por un precio más acorde con la capacidad adquisitiva de esa franja de la sociedad. 

Soy consciente de que el lenguaje es una suerte de ser vivo, que nace, crece, se transforma y, en algunas ocasiones, algo de él puede morir o vivir, por mucho tiempo. Procuro leer constantemente, juntar letras - a modo de escritura - siempre que puedo, y fijarme muchísimo en la ortografía que usan los demás y en la que yo he de cuidar. Mi reciente pasado profesional sigue pesando y creo que seguirá haciéndolo siempre. Aunque mi especialidad, para muchos y equivocadamente, no tendría que ocuparse de estos asuntos lingüísticos, siempre he sido de la opinión de que TODOS los profesionales de la enseñanza hemos de tener la responsabilidad, y la obligatoriedad, de velar por el buen y correcto uso de la lengua que utilizamos para comunicarnos con los demás. La Física, la Historia, la Matemática, la Geografía, la Música, la Educación Física y el Dibujo y, en definitiva, todas las materias que son objeto de enseñanza, llegan a nuestros alumnos a través del uso adecuado del lenguaje español, en nuestro caso. Luego, ese uso debe ser el correcto, el que contemplan las reglas que lo articulan. 

Por todo eso, lo que vi el otro día me resultó, como poco, sorprendente. Decía así: "Toda la semana PARRIBA y PABAJO por 14 €". Promocionando con esa dos ¿palabras?, en mayúsculas que tienen la altura de los vehículos en que se muestran, la venta de un bono para los jóvenes. Algo dentro de mí chirrió con estridencia y no pude evitar que a la cabeza y al corazón les llegara una oleada de protestas del estilo de "cómo vamos los profesores a enseñar a hablar y escribir correctamente, cuando en su entorno nadie cuida la expresión verbal..." o de "si las primeras que no velan por el uso adecuado de la lengua son las autoridades..." o de "para lo poco que leen los chicos, van y les ponen anuncios cómo este..."

De inmediato recordé cómo me indignó recibir en el Instituto, hace ocho o diez años, unos pequeños trípticos dirigidos a los estudiantes, bajo el título "Concurso jóven". Así, como lo leen. Con la tilde en la o... Y lo peor fue que quién lo envió y pagó los múltiples gastos que supuso aquel despliegue publicitario sobre un certamen escolar, utilizando el erario preciso, fue la propia Consejería de Educación. Unas semanas después de aquel dislate, también desde la misma instancia, se recibió una gran cantidad de carteles de enorme tamaño y a los pocos minutos de dejarlos, una llamada pidió que no se repartieran porque, en el titular mayor, aparecía una b donde debía ir una v... No recuerdo el tema, pero sí este detalle. A los pocos días, se retiró aquella partida y se sustituyó por otra corregida. Los profesores, perplejos, no salíamos de nuestro asombro al ver cómo se tiraban, a mansalva y sin control, los dineros públicos. 

En esta ocasión, el organismo que respalda toda esta movida y que, a lo mejor, también destina dinero de los contribuyentes a la campaña, es el Cabildo. Pero ahora no se trata de un despiste de quién debiera supervisar todo lo que salga de las mesas de una institución oficial. Se trata de promover un producto al que, con intención manifiesta, se le publicita con términos que pueden inducir, precisamente a los más jóvenes, a dar por buena esta forma de tratar el lenguaje. 

Sé muy bien que están tocando malos tiempos para los que intentamos defender el purismo de nuestras formas verbales. Las nuevas tecnologías no propician el intento. Móviles, ordenadores, tabletas y consolas tienen sus propios códigos lingüísticos y están originando un "paralenguaje", de difícil manejo y comprensión por parte de todos. Sé también que en algún diccionario, como el Tesoro Lexicográfico del español de Canarias, se contempla la posibilidad de estas formas de expresión, como contracciones admitidas de una preposición y un adverbio de lugar, pero dejando bien claro su uso en determinadas regiones y estratos sociales. Ni siquiera el tradicional apóstrofe que separe a la una del otro, recibe una bendición de quienes más saben sobre estos asuntos. 

Llegar hasta este punto me lleva a pensar que, quizá, las autoridades de este país estén convencidas de que, para demostrar sus principios nacionalistas a propios y extraños, hay que planificar y pagar, con fondos públicos, campañas informativas y publicitarias que, con expresiones coloquiales de gran tamaño, aparezcan en guaguas y vagones de tranvía, de titularidad privada. 

El buen gusto y la corrección en las formas se dejan para otros. Por aquí, cuanto más a ras del suelo, mejor. Cuanto más se iguale a la gente por abajo, mejor aún. Así nos ha ido, nos va y nos irá...

martes, 26 de marzo de 2013


(Hoy me permito no dar paso a esta entrada con la imagen de un cuadro abstracto. Todo lo contrario. Quiero que sea una imagen muy concreta, la de mis dos queridos amigos, la que la abra y la presida, con todos los honores que ellos se merecen.)
 No me considero un caso único en asuntos relacionados con la pérdida de seres cercanos. Tampoco creo serlo cuando soy consciente de que esas personas queridas van desapareciendo, cada vez con más frecuencia y en mayor número. Sé, perfectamente, que es otro de los peajes obligados por el hecho de que una siga viviendo y cumpliendo años. 

Hace poco más de una semana, se fue una buena amiga de los tiempos del baloncesto, que no era jugadora, pero que se desvivía por todos nosotros, como segunda delegada, en los primeros equipos federados de los que formé parte. La conocí mediados los 70 y, desde entonces, no perdimos nunca el contacto. Solíamos reunirnos con amigos comunes y charlar, largo y tendido, sobre toda clase de temas. Disfrutábamos de la buena compañía, alrededor de sabrosas comidas regadas con excelente vino de la tierra. Poco a poco, aquella costumbre se fue haciendo menos frecuente, porque sus males juveniles fueron en aumento, con el paso de los años, y, cada vez más, fue enfermando muy despacio y en silencio. Siempre mostró una discreción exquisita en todos los actos de su vida y en aquellos pésimos momentos siguió haciéndolo. 

Fui a verla a su casa todas las veces que pude, en los últimos años, porque nunca quise desligarme de una persona tan especial como ella. Muy inteligente, con muchas inquietudes sociales y culturales, equilibrada, sensible, muy positiva, - a pesar de sus graves limitaciones -, divertida, muy prudente y con fuertes convicciones religiosas. Siempre rodeada de sobrinos, para los que ejerció, además, de segunda madre. Cuando me era imposible acompañarla, yo recurría al teléfono y manteníamos largas conversaciones que me daban una idea, bastante certera, de su estado de ánimo y fuerzas físicas. A pesar de que no le gustaba mucho hablar sobre sí misma, procuraba ingeniármelas para averiguar cómo andaba su salud. 

Hace poco más de tres lustros, también perdí a otro ser irrepetible, que igualmente perteneció al universo del básquet. Fue un entrenador brillante del que aprendí lo mejor que supe hacer como jugadora. Para mí, además del más valioso de mis amigos varones, era mi hermano mayor y, al igual que nuestra delegada, formaba parte de aquel grupo nacido de este deporte que, años después, continuó reuniéndose en torno a una buena charla, para pasar los mejores ratos de nuestras vidas fuera del baloncesto . Como ella, también fue enfermando lentamente y sólo a tres años de cumplir los 60, nos abandonó para siempre. 

Durante su larga enfermedad acudí, todas las veces que mi trabajo me lo permitía, a acompañarle tanto en su casa como en el hospital. Con su mujer - excelente jugadora y querida compañera de los equipos de los que formamos parte - mantuvimos largos ratos de charla sobre el deporte de nuestros amores, la música, la literatura o el presente y el futuro de sus hijos. Fue un fervoroso practicante del ajedrez y, en más de una ocasión, jugamos algunas partidas que a él le servían, como en el baloncesto, para enseñarme y aficionarme a tan sesuda actividad. 

Cuando no iba a verles, el teléfono era mi gran aliado y, como descanso de las tareas profesionales que me llevaba a casa, les llamaba para saber de él y conversar sobre todo lo que se terciara. Se interesaba por todo lo que suponía mi trabajo y continuamente me aconsejaba sobre lo que él consideraba más rentable para llevarlo a cabo. Era un buen conocedor del tema. No en balde ejerció mucho tiempo de profesor y formador de excelentes jugadores masculinos y femeninos. Entonces y ahora, su ejemplo y sus sabias reflexiones sobre cómo afrontaba su evidente deterioro siguen siendo una lección de vida para mí. Sus padecimientos fueron empeorando y el 20 de Enero de 1998 pronunció su último adiós. 

Es raro el día en que no me acuerde de él y eche en falta aquellas conversaciones, distendidas y provechosas. A ese recuerdo permanente, siento que se une el más cercano, el de la amiga delegada. Sigo sin acostumbrarme a que hayan desaparecido para siempre y que, cualquier día, podría sonar el teléfono, para retomar aquellas parrafadas que tanto bien me hacían, gracias a ellos. 

Siempre tengo la sensación de que volveré a encontrármelos, cuando menos lo espere. Que se han ido muy lejos, por una larguísima temporada y que, allí donde estén, es difícil comunicarse, a pesar de los grandes avances tecnológicos para hacerlo. Que la cobertura no existe a esa distancia y que se tardará mucho en alcanzarla. Entre tanto, y hasta que volvamos a oírnos o a vernos, recupero con frecuencia aquellos buenos ratos vividos en común, dentro de una cancha o alrededor de una mesa para charlar, comer, cantar o jugar al póker. 

Entre tanto, recurro a esos documentos gráficos que tienen el valor incalculable de perpetuar a las personas más queridas y a los felices momentos pasados en su compañía, e imagino a Mary Carmen y a Jerónimo, allí donde se encuentren, cantando a dúo, coplas y estribillos de zarzuelas. Fueron parte de sus muchas habilidades y seguirán disfrutando con ellas, estén donde estén.

miércoles, 13 de febrero de 2013

En ese cruce de vidas que no dura mucho y que, de vez en cuando, recuperamos porque hay algún detalle, alguna imagen o frase que nos trae a la memoria a esas personas, hoy viene a la mía el que viví, durante algo más de seis meses, con un atractivo mozo que, además, era uno de los admirados líderes clandestinos de la juventud progresista de aquella época, en su lugar de nacimiento y fuera de él. De esto, me enteré mucho tiempo después. 

Nos conocimos en lo que entonces llamábamos guateques. En este caso, un guateque universitario. Me lo presentó, como solía decirse, un amigo y compañero común. Mi primera impresión fue la de que era un muchacho educado, respetuoso, reservado y de personalidad magnética. Pasaba de la sonrisa al silencio con mucha facilidad y llegué a la conclusión de que algo le atormentaba. Después de un buen rato de conversaciones breves y algún que otro baile intercalado, vimos que había buena sintonía entre nosotros y acordamos vernos unos días más tarde. 

En esa ocasión, tocó momento confidencial. Debí inspirarle cercanía y dio rienda suelta a lo que parecía aprisionarle el alma. Me contó que acababa de romper con la novia que había tenido desde su etapa de adolescente. Que estaba embarazada y que las familias de ambos les presionaban para que se casaran. Era lo habitual en aquel tiempo y en aquella situación. A él, la idea le asustaba y, a mí, me dio mucha lástima verle así. Sentí que me convertía en el hombro en el que apoyarse y en el refugio en el que protegerse y como nos encontrábamos bien juntos, seguimos viéndonos con bastante frecuencia. Una compañera del equipo de baloncesto en el que yo jugaba entonces, nos vio en varias ocasiones y me advirtió de cómo era él y de que tenía novia. Su sorpresa fue descubrir que yo ya estaba enterada de todo y a través de él mismo. 

Nos gustaba bailar y más de una vez visitamos las discotecas de la capital, para hacerlo. Después de aquellos ratos, solíamos sentarnos en alguna terraza para tomarnos un refresco y charlar. Hablábamos de nuestros estudios, de lo que nos ilusionaba y de lo que nos preocupaba. Jamás lo hicimos de un posible proyecto de vida conjunto, porque nunca nos consideramos una pareja de novios al uso. Éramos, por encima de todo, dos buenos amigos que, a lo mejor, hubieran podido llegar a ser algo más. Pero él siempre volvía hacia lo que le obsesionaba en aquel tiempo: el embarazo de su antigua novia. Se sentía perdido y confuso y buscaba, desesperadamente, cómo solucionar aquella situación. Un día, cuando ya debía estar al límite de su aguante, me hizo una propuesta que, en ese momento y ahora mismo, me resultó desconcertante y descabellada. Me preguntó si yo estaba dispuesta a casarme con él y a hacerme cargo del hijo que iba a tener. 

Me cogió tan desprevenida que no se me ocurrió, siquiera, pedirle que me explicara cómo conseguiría separar de su madre a ese niño que, en unos meses, iba a nacer. Sólo fui capaz de hacerle ver que aquello no era tan fácil, que era un disparate y que su familia y la de ella no iban a permitir nada de lo que pretendía. Estaba muy claro que él, a toda costa, no quería renunciar a su hijo y yo era la única que parecía comprender su terrible dilema. Aquella convicción debió darle fuerzas para atreverse a proponerme tamaña idea. Le pedí que se tranquilizara, que reflexionara sobre lo que habíamos hablado y que si estaba tan convencido de no querer perder a esa criatura, debía recuperar la relación con su novia y reconsiderar la conveniencia de unirse para cuidar del hijo de ambos. Me escuchaba cabizbajo y en silencio y tuve la sensación de que mis palabras le hacían recapacitar. Me dio las gracias y un beso, se levantó y se despidió. Aún hoy recuerdo su figura, algo encorvada, alejándose de mí, y una corazonada me dijo que lo hacía por última vez.

Nunca más volvimos a vernos y sólo mucho tiempo después, me enteré de que se había casado con su novia de siempre y habían tenido aquel hijo y algunos más. Llegó la etapa de la transición y luego la democracia, y un día vi su rostro, en carteles y medios de comunicación, formando parte de los candidatos que aspiraban a un puesto parlamentario. Me alegré por él y porque aquel líder juvenil, con quien tanto compartí en tan poco tiempo, dejaba la clandestinidad y demostraba haberse centrado y madurado en su vida personal y profesional. La vida de un muchacho que se debatió entre sus ideas progresistas y los convencionalismos de aquel tiempo. 

Nunca sabré si alguna vez me ha recordado y si sería capaz de reconocerme, en caso de encontrarnos en cualquier lugar, cualquier día de estos.

jueves, 24 de enero de 2013

Según dice la tradición y dicen los poetas y los expertos, el tiempo de Navidad es tiempo de magia, por excelencia. Sin embargo, hay otros momentos, a lo largo de la vida, que también pueden ser tan mágicos como los navideños. Es probable que en el transcurso de la mía haya habido varios de éstos, pero en mi memoria sólo ha quedado uno muy especial y que tuvo lugar en el reducido espacio de un aula de Dibujo, preparada para unos treinta alumnos. 

Fue en una mañana de un mes de Abril, de hace algo más de un par de lustros, y durante una clase de Educación Plástica y Visual, destinada a un grupo de estudiantes de 4º de la E.S.O.. El programa de la materia concluía dedicando las últimas semanas del curso al conocimiento y estudio de varias de las figuras más representativas de la pintura española de distintas épocas. En concreto, a Velázquez, Goya y Picasso. 

Para ello, preparé varias diapositivas sobre los cuadros más conocidos de cada uno, así como un pequeño guión para que los alumnos elaboraran un trabajo escrito sobre el artista que eligieran, una vez conocidos todos los previstos. En tres o cuatro sesiones se comentaron las características de cada obra proyectada, sus datos de filiación y una biografía resumida de los pintores y sus respectivas épocas. Luego, en otras tantas clases, los alumnos utilizaron bibliografía adecuada y consultaron Internet, para ampliar y desarrollar el trabajo final sobre la obra y el autor escogidos. Para sellar la unidad didáctica, se leyeron en voz alta dos o tres por cada artista, con la finalidad de que el resto de la clase conociera la información sobre los que no habían elegido, y se organizó un pequeño coloquio sobre lo escuchado. Cuando llegó la hora de exponer lo realizado sobre Velázquez, una vez acabada la lectura, una alumna, de nombre Talía, hizo una pregunta que fue la que produjo esos segundos mágicos que nunca olvidaré. 

Ella comenzó haciendo una reflexión sobre la edad que tenía el pintor cuando falleció, opinando que en aquel tiempo no se vivía tantos años como en la actualidad y preguntándome si después de los siglos que habían transcurrido hasta hoy, era posible que hubieran descendientes del insigne artista. Le contesté que el sólo había tenido dos hijas y una murió siendo niña. Además, ese apellido era de su madre y en España y Sudamérica, el apellido del artista era bastante frecuente y quién sabe si alguno venía directamente del pintor, a pesar de la distancia en el tiempo. Casi cuatro siglos nos separaban. Mi respuesta terminó con estas palabras: "Yo misma lo llevo como segundo apellido...". 

En el acto, se produjo un silencio absoluto y todos los estudiantes, sin excepción, me miraron, y se miraron, con estupor y sin decir nada. Por unos instantes, pareció que el espíritu de Velázquez sobrevolaba nuestras cabezas. La sorpresa y el asombro habían sellado las bocas de unos muchachos que, por lo general, tendían a ser habladores y comunicativos. No es habitual que ellos sepan, ni se interesen, por conocer los apellidos de sus profesores. Algunos, incluso, ni de los nombres. Esa certeza fue la que jugó a favor de que la magia surgiera de improviso y a raíz de mi última frase. Aquel silencio también fue inesperado para mí y me desconcertó tanto, que sólo se me ocurrió interrumpirlo pidiéndoles que continuáramos con el siguiente autor. 

Entonces y hoy, sigo pensando que, para aquellos alumnos, imaginarse que su profesora de Dibujo pudiera ser una posible y muy lejana descendiente del pintor que más les había gustado, les debió impresionar tanto que su reacción inmediata fue un silencio casi reverencial. Entonces y hoy, sigo creyendo que el comprometido segundo apellido que llevo, dado el mundo vocacional y profesional para el que me preparé, fue el motivo insospechado de un momento mágico, gracias al cual me encantaría que aquellos alumnos no olviden nunca su admiración por Velázquez, ni a la profesora que les habló de él.