martes, 26 de marzo de 2013


(Hoy me permito no dar paso a esta entrada con la imagen de un cuadro abstracto. Todo lo contrario. Quiero que sea una imagen muy concreta, la de mis dos queridos amigos, la que la abra y la presida, con todos los honores que ellos se merecen.)
 No me considero un caso único en asuntos relacionados con la pérdida de seres cercanos. Tampoco creo serlo cuando soy consciente de que esas personas queridas van desapareciendo, cada vez con más frecuencia y en mayor número. Sé, perfectamente, que es otro de los peajes obligados por el hecho de que una siga viviendo y cumpliendo años. 

Hace poco más de una semana, se fue una buena amiga de los tiempos del baloncesto, que no era jugadora, pero que se desvivía por todos nosotros, como segunda delegada, en los primeros equipos federados de los que formé parte. La conocí mediados los 70 y, desde entonces, no perdimos nunca el contacto. Solíamos reunirnos con amigos comunes y charlar, largo y tendido, sobre toda clase de temas. Disfrutábamos de la buena compañía, alrededor de sabrosas comidas regadas con excelente vino de la tierra. Poco a poco, aquella costumbre se fue haciendo menos frecuente, porque sus males juveniles fueron en aumento, con el paso de los años, y, cada vez más, fue enfermando muy despacio y en silencio. Siempre mostró una discreción exquisita en todos los actos de su vida y en aquellos pésimos momentos siguió haciéndolo. 

Fui a verla a su casa todas las veces que pude, en los últimos años, porque nunca quise desligarme de una persona tan especial como ella. Muy inteligente, con muchas inquietudes sociales y culturales, equilibrada, sensible, muy positiva, - a pesar de sus graves limitaciones -, divertida, muy prudente y con fuertes convicciones religiosas. Siempre rodeada de sobrinos, para los que ejerció, además, de segunda madre. Cuando me era imposible acompañarla, yo recurría al teléfono y manteníamos largas conversaciones que me daban una idea, bastante certera, de su estado de ánimo y fuerzas físicas. A pesar de que no le gustaba mucho hablar sobre sí misma, procuraba ingeniármelas para averiguar cómo andaba su salud. 

Hace poco más de tres lustros, también perdí a otro ser irrepetible, que igualmente perteneció al universo del básquet. Fue un entrenador brillante del que aprendí lo mejor que supe hacer como jugadora. Para mí, además del más valioso de mis amigos varones, era mi hermano mayor y, al igual que nuestra delegada, formaba parte de aquel grupo nacido de este deporte que, años después, continuó reuniéndose en torno a una buena charla, para pasar los mejores ratos de nuestras vidas fuera del baloncesto . Como ella, también fue enfermando lentamente y sólo a tres años de cumplir los 60, nos abandonó para siempre. 

Durante su larga enfermedad acudí, todas las veces que mi trabajo me lo permitía, a acompañarle tanto en su casa como en el hospital. Con su mujer - excelente jugadora y querida compañera de los equipos de los que formamos parte - mantuvimos largos ratos de charla sobre el deporte de nuestros amores, la música, la literatura o el presente y el futuro de sus hijos. Fue un fervoroso practicante del ajedrez y, en más de una ocasión, jugamos algunas partidas que a él le servían, como en el baloncesto, para enseñarme y aficionarme a tan sesuda actividad. 

Cuando no iba a verles, el teléfono era mi gran aliado y, como descanso de las tareas profesionales que me llevaba a casa, les llamaba para saber de él y conversar sobre todo lo que se terciara. Se interesaba por todo lo que suponía mi trabajo y continuamente me aconsejaba sobre lo que él consideraba más rentable para llevarlo a cabo. Era un buen conocedor del tema. No en balde ejerció mucho tiempo de profesor y formador de excelentes jugadores masculinos y femeninos. Entonces y ahora, su ejemplo y sus sabias reflexiones sobre cómo afrontaba su evidente deterioro siguen siendo una lección de vida para mí. Sus padecimientos fueron empeorando y el 20 de Enero de 1998 pronunció su último adiós. 

Es raro el día en que no me acuerde de él y eche en falta aquellas conversaciones, distendidas y provechosas. A ese recuerdo permanente, siento que se une el más cercano, el de la amiga delegada. Sigo sin acostumbrarme a que hayan desaparecido para siempre y que, cualquier día, podría sonar el teléfono, para retomar aquellas parrafadas que tanto bien me hacían, gracias a ellos. 

Siempre tengo la sensación de que volveré a encontrármelos, cuando menos lo espere. Que se han ido muy lejos, por una larguísima temporada y que, allí donde estén, es difícil comunicarse, a pesar de los grandes avances tecnológicos para hacerlo. Que la cobertura no existe a esa distancia y que se tardará mucho en alcanzarla. Entre tanto, y hasta que volvamos a oírnos o a vernos, recupero con frecuencia aquellos buenos ratos vividos en común, dentro de una cancha o alrededor de una mesa para charlar, comer, cantar o jugar al póker. 

Entre tanto, recurro a esos documentos gráficos que tienen el valor incalculable de perpetuar a las personas más queridas y a los felices momentos pasados en su compañía, e imagino a Mary Carmen y a Jerónimo, allí donde se encuentren, cantando a dúo, coplas y estribillos de zarzuelas. Fueron parte de sus muchas habilidades y seguirán disfrutando con ellas, estén donde estén.