martes, 7 de mayo de 2013

Nunca pensé que fuera a ver lo que vi hace un par de semanas y acabo de volver a ver hace sólo unos pocos días. La primera vez fue en la parte exterior trasera de una guagua del transporte urbano y la segunda, en un lateral de los vagones del tranvía metropolitano. En ambos casos, dos ¿palabras? escritas con caracteres gigantescos, que forman parte de un anuncio publicitario dirigido a los más jóvenes. El tal mensaje, promocionado por el Cabildo de Tenerife, a través de las dos empresas, Titsa y Metropolitano S.A., induce a la compra de un bono, para acceder a los dos sistemas, por un precio más acorde con la capacidad adquisitiva de esa franja de la sociedad. 

Soy consciente de que el lenguaje es una suerte de ser vivo, que nace, crece, se transforma y, en algunas ocasiones, algo de él puede morir o vivir, por mucho tiempo. Procuro leer constantemente, juntar letras - a modo de escritura - siempre que puedo, y fijarme muchísimo en la ortografía que usan los demás y en la que yo he de cuidar. Mi reciente pasado profesional sigue pesando y creo que seguirá haciéndolo siempre. Aunque mi especialidad, para muchos y equivocadamente, no tendría que ocuparse de estos asuntos lingüísticos, siempre he sido de la opinión de que TODOS los profesionales de la enseñanza hemos de tener la responsabilidad, y la obligatoriedad, de velar por el buen y correcto uso de la lengua que utilizamos para comunicarnos con los demás. La Física, la Historia, la Matemática, la Geografía, la Música, la Educación Física y el Dibujo y, en definitiva, todas las materias que son objeto de enseñanza, llegan a nuestros alumnos a través del uso adecuado del lenguaje español, en nuestro caso. Luego, ese uso debe ser el correcto, el que contemplan las reglas que lo articulan. 

Por todo eso, lo que vi el otro día me resultó, como poco, sorprendente. Decía así: "Toda la semana PARRIBA y PABAJO por 14 €". Promocionando con esa dos ¿palabras?, en mayúsculas que tienen la altura de los vehículos en que se muestran, la venta de un bono para los jóvenes. Algo dentro de mí chirrió con estridencia y no pude evitar que a la cabeza y al corazón les llegara una oleada de protestas del estilo de "cómo vamos los profesores a enseñar a hablar y escribir correctamente, cuando en su entorno nadie cuida la expresión verbal..." o de "si las primeras que no velan por el uso adecuado de la lengua son las autoridades..." o de "para lo poco que leen los chicos, van y les ponen anuncios cómo este..."

De inmediato recordé cómo me indignó recibir en el Instituto, hace ocho o diez años, unos pequeños trípticos dirigidos a los estudiantes, bajo el título "Concurso jóven". Así, como lo leen. Con la tilde en la o... Y lo peor fue que quién lo envió y pagó los múltiples gastos que supuso aquel despliegue publicitario sobre un certamen escolar, utilizando el erario preciso, fue la propia Consejería de Educación. Unas semanas después de aquel dislate, también desde la misma instancia, se recibió una gran cantidad de carteles de enorme tamaño y a los pocos minutos de dejarlos, una llamada pidió que no se repartieran porque, en el titular mayor, aparecía una b donde debía ir una v... No recuerdo el tema, pero sí este detalle. A los pocos días, se retiró aquella partida y se sustituyó por otra corregida. Los profesores, perplejos, no salíamos de nuestro asombro al ver cómo se tiraban, a mansalva y sin control, los dineros públicos. 

En esta ocasión, el organismo que respalda toda esta movida y que, a lo mejor, también destina dinero de los contribuyentes a la campaña, es el Cabildo. Pero ahora no se trata de un despiste de quién debiera supervisar todo lo que salga de las mesas de una institución oficial. Se trata de promover un producto al que, con intención manifiesta, se le publicita con términos que pueden inducir, precisamente a los más jóvenes, a dar por buena esta forma de tratar el lenguaje. 

Sé muy bien que están tocando malos tiempos para los que intentamos defender el purismo de nuestras formas verbales. Las nuevas tecnologías no propician el intento. Móviles, ordenadores, tabletas y consolas tienen sus propios códigos lingüísticos y están originando un "paralenguaje", de difícil manejo y comprensión por parte de todos. Sé también que en algún diccionario, como el Tesoro Lexicográfico del español de Canarias, se contempla la posibilidad de estas formas de expresión, como contracciones admitidas de una preposición y un adverbio de lugar, pero dejando bien claro su uso en determinadas regiones y estratos sociales. Ni siquiera el tradicional apóstrofe que separe a la una del otro, recibe una bendición de quienes más saben sobre estos asuntos. 

Llegar hasta este punto me lleva a pensar que, quizá, las autoridades de este país estén convencidas de que, para demostrar sus principios nacionalistas a propios y extraños, hay que planificar y pagar, con fondos públicos, campañas informativas y publicitarias que, con expresiones coloquiales de gran tamaño, aparezcan en guaguas y vagones de tranvía, de titularidad privada. 

El buen gusto y la corrección en las formas se dejan para otros. Por aquí, cuanto más a ras del suelo, mejor. Cuanto más se iguale a la gente por abajo, mejor aún. Así nos ha ido, nos va y nos irá...

martes, 26 de marzo de 2013


(Hoy me permito no dar paso a esta entrada con la imagen de un cuadro abstracto. Todo lo contrario. Quiero que sea una imagen muy concreta, la de mis dos queridos amigos, la que la abra y la presida, con todos los honores que ellos se merecen.)
 No me considero un caso único en asuntos relacionados con la pérdida de seres cercanos. Tampoco creo serlo cuando soy consciente de que esas personas queridas van desapareciendo, cada vez con más frecuencia y en mayor número. Sé, perfectamente, que es otro de los peajes obligados por el hecho de que una siga viviendo y cumpliendo años. 

Hace poco más de una semana, se fue una buena amiga de los tiempos del baloncesto, que no era jugadora, pero que se desvivía por todos nosotros, como segunda delegada, en los primeros equipos federados de los que formé parte. La conocí mediados los 70 y, desde entonces, no perdimos nunca el contacto. Solíamos reunirnos con amigos comunes y charlar, largo y tendido, sobre toda clase de temas. Disfrutábamos de la buena compañía, alrededor de sabrosas comidas regadas con excelente vino de la tierra. Poco a poco, aquella costumbre se fue haciendo menos frecuente, porque sus males juveniles fueron en aumento, con el paso de los años, y, cada vez más, fue enfermando muy despacio y en silencio. Siempre mostró una discreción exquisita en todos los actos de su vida y en aquellos pésimos momentos siguió haciéndolo. 

Fui a verla a su casa todas las veces que pude, en los últimos años, porque nunca quise desligarme de una persona tan especial como ella. Muy inteligente, con muchas inquietudes sociales y culturales, equilibrada, sensible, muy positiva, - a pesar de sus graves limitaciones -, divertida, muy prudente y con fuertes convicciones religiosas. Siempre rodeada de sobrinos, para los que ejerció, además, de segunda madre. Cuando me era imposible acompañarla, yo recurría al teléfono y manteníamos largas conversaciones que me daban una idea, bastante certera, de su estado de ánimo y fuerzas físicas. A pesar de que no le gustaba mucho hablar sobre sí misma, procuraba ingeniármelas para averiguar cómo andaba su salud. 

Hace poco más de tres lustros, también perdí a otro ser irrepetible, que igualmente perteneció al universo del básquet. Fue un entrenador brillante del que aprendí lo mejor que supe hacer como jugadora. Para mí, además del más valioso de mis amigos varones, era mi hermano mayor y, al igual que nuestra delegada, formaba parte de aquel grupo nacido de este deporte que, años después, continuó reuniéndose en torno a una buena charla, para pasar los mejores ratos de nuestras vidas fuera del baloncesto . Como ella, también fue enfermando lentamente y sólo a tres años de cumplir los 60, nos abandonó para siempre. 

Durante su larga enfermedad acudí, todas las veces que mi trabajo me lo permitía, a acompañarle tanto en su casa como en el hospital. Con su mujer - excelente jugadora y querida compañera de los equipos de los que formamos parte - mantuvimos largos ratos de charla sobre el deporte de nuestros amores, la música, la literatura o el presente y el futuro de sus hijos. Fue un fervoroso practicante del ajedrez y, en más de una ocasión, jugamos algunas partidas que a él le servían, como en el baloncesto, para enseñarme y aficionarme a tan sesuda actividad. 

Cuando no iba a verles, el teléfono era mi gran aliado y, como descanso de las tareas profesionales que me llevaba a casa, les llamaba para saber de él y conversar sobre todo lo que se terciara. Se interesaba por todo lo que suponía mi trabajo y continuamente me aconsejaba sobre lo que él consideraba más rentable para llevarlo a cabo. Era un buen conocedor del tema. No en balde ejerció mucho tiempo de profesor y formador de excelentes jugadores masculinos y femeninos. Entonces y ahora, su ejemplo y sus sabias reflexiones sobre cómo afrontaba su evidente deterioro siguen siendo una lección de vida para mí. Sus padecimientos fueron empeorando y el 20 de Enero de 1998 pronunció su último adiós. 

Es raro el día en que no me acuerde de él y eche en falta aquellas conversaciones, distendidas y provechosas. A ese recuerdo permanente, siento que se une el más cercano, el de la amiga delegada. Sigo sin acostumbrarme a que hayan desaparecido para siempre y que, cualquier día, podría sonar el teléfono, para retomar aquellas parrafadas que tanto bien me hacían, gracias a ellos. 

Siempre tengo la sensación de que volveré a encontrármelos, cuando menos lo espere. Que se han ido muy lejos, por una larguísima temporada y que, allí donde estén, es difícil comunicarse, a pesar de los grandes avances tecnológicos para hacerlo. Que la cobertura no existe a esa distancia y que se tardará mucho en alcanzarla. Entre tanto, y hasta que volvamos a oírnos o a vernos, recupero con frecuencia aquellos buenos ratos vividos en común, dentro de una cancha o alrededor de una mesa para charlar, comer, cantar o jugar al póker. 

Entre tanto, recurro a esos documentos gráficos que tienen el valor incalculable de perpetuar a las personas más queridas y a los felices momentos pasados en su compañía, e imagino a Mary Carmen y a Jerónimo, allí donde se encuentren, cantando a dúo, coplas y estribillos de zarzuelas. Fueron parte de sus muchas habilidades y seguirán disfrutando con ellas, estén donde estén.

miércoles, 13 de febrero de 2013

En ese cruce de vidas que no dura mucho y que, de vez en cuando, recuperamos porque hay algún detalle, alguna imagen o frase que nos trae a la memoria a esas personas, hoy viene a la mía el que viví, durante algo más de seis meses, con un atractivo mozo que, además, era uno de los admirados líderes clandestinos de la juventud progresista de aquella época, en su lugar de nacimiento y fuera de él. De esto, me enteré mucho tiempo después. 

Nos conocimos en lo que entonces llamábamos guateques. En este caso, un guateque universitario. Me lo presentó, como solía decirse, un amigo y compañero común. Mi primera impresión fue la de que era un muchacho educado, respetuoso, reservado y de personalidad magnética. Pasaba de la sonrisa al silencio con mucha facilidad y llegué a la conclusión de que algo le atormentaba. Después de un buen rato de conversaciones breves y algún que otro baile intercalado, vimos que había buena sintonía entre nosotros y acordamos vernos unos días más tarde. 

En esa ocasión, tocó momento confidencial. Debí inspirarle cercanía y dio rienda suelta a lo que parecía aprisionarle el alma. Me contó que acababa de romper con la novia que había tenido desde su etapa de adolescente. Que estaba embarazada y que las familias de ambos les presionaban para que se casaran. Era lo habitual en aquel tiempo y en aquella situación. A él, la idea le asustaba y, a mí, me dio mucha lástima verle así. Sentí que me convertía en el hombro en el que apoyarse y en el refugio en el que protegerse y como nos encontrábamos bien juntos, seguimos viéndonos con bastante frecuencia. Una compañera del equipo de baloncesto en el que yo jugaba entonces, nos vio en varias ocasiones y me advirtió de cómo era él y de que tenía novia. Su sorpresa fue descubrir que yo ya estaba enterada de todo y a través de él mismo. 

Nos gustaba bailar y más de una vez visitamos las discotecas de la capital, para hacerlo. Después de aquellos ratos, solíamos sentarnos en alguna terraza para tomarnos un refresco y charlar. Hablábamos de nuestros estudios, de lo que nos ilusionaba y de lo que nos preocupaba. Jamás lo hicimos de un posible proyecto de vida conjunto, porque nunca nos consideramos una pareja de novios al uso. Éramos, por encima de todo, dos buenos amigos que, a lo mejor, hubieran podido llegar a ser algo más. Pero él siempre volvía hacia lo que le obsesionaba en aquel tiempo: el embarazo de su antigua novia. Se sentía perdido y confuso y buscaba, desesperadamente, cómo solucionar aquella situación. Un día, cuando ya debía estar al límite de su aguante, me hizo una propuesta que, en ese momento y ahora mismo, me resultó desconcertante y descabellada. Me preguntó si yo estaba dispuesta a casarme con él y a hacerme cargo del hijo que iba a tener. 

Me cogió tan desprevenida que no se me ocurrió, siquiera, pedirle que me explicara cómo conseguiría separar de su madre a ese niño que, en unos meses, iba a nacer. Sólo fui capaz de hacerle ver que aquello no era tan fácil, que era un disparate y que su familia y la de ella no iban a permitir nada de lo que pretendía. Estaba muy claro que él, a toda costa, no quería renunciar a su hijo y yo era la única que parecía comprender su terrible dilema. Aquella convicción debió darle fuerzas para atreverse a proponerme tamaña idea. Le pedí que se tranquilizara, que reflexionara sobre lo que habíamos hablado y que si estaba tan convencido de no querer perder a esa criatura, debía recuperar la relación con su novia y reconsiderar la conveniencia de unirse para cuidar del hijo de ambos. Me escuchaba cabizbajo y en silencio y tuve la sensación de que mis palabras le hacían recapacitar. Me dio las gracias y un beso, se levantó y se despidió. Aún hoy recuerdo su figura, algo encorvada, alejándose de mí, y una corazonada me dijo que lo hacía por última vez.

Nunca más volvimos a vernos y sólo mucho tiempo después, me enteré de que se había casado con su novia de siempre y habían tenido aquel hijo y algunos más. Llegó la etapa de la transición y luego la democracia, y un día vi su rostro, en carteles y medios de comunicación, formando parte de los candidatos que aspiraban a un puesto parlamentario. Me alegré por él y porque aquel líder juvenil, con quien tanto compartí en tan poco tiempo, dejaba la clandestinidad y demostraba haberse centrado y madurado en su vida personal y profesional. La vida de un muchacho que se debatió entre sus ideas progresistas y los convencionalismos de aquel tiempo. 

Nunca sabré si alguna vez me ha recordado y si sería capaz de reconocerme, en caso de encontrarnos en cualquier lugar, cualquier día de estos.

jueves, 24 de enero de 2013

Según dice la tradición y dicen los poetas y los expertos, el tiempo de Navidad es tiempo de magia, por excelencia. Sin embargo, hay otros momentos, a lo largo de la vida, que también pueden ser tan mágicos como los navideños. Es probable que en el transcurso de la mía haya habido varios de éstos, pero en mi memoria sólo ha quedado uno muy especial y que tuvo lugar en el reducido espacio de un aula de Dibujo, preparada para unos treinta alumnos. 

Fue en una mañana de un mes de Abril, de hace algo más de un par de lustros, y durante una clase de Educación Plástica y Visual, destinada a un grupo de estudiantes de 4º de la E.S.O.. El programa de la materia concluía dedicando las últimas semanas del curso al conocimiento y estudio de varias de las figuras más representativas de la pintura española de distintas épocas. En concreto, a Velázquez, Goya y Picasso. 

Para ello, preparé varias diapositivas sobre los cuadros más conocidos de cada uno, así como un pequeño guión para que los alumnos elaboraran un trabajo escrito sobre el artista que eligieran, una vez conocidos todos los previstos. En tres o cuatro sesiones se comentaron las características de cada obra proyectada, sus datos de filiación y una biografía resumida de los pintores y sus respectivas épocas. Luego, en otras tantas clases, los alumnos utilizaron bibliografía adecuada y consultaron Internet, para ampliar y desarrollar el trabajo final sobre la obra y el autor escogidos. Para sellar la unidad didáctica, se leyeron en voz alta dos o tres por cada artista, con la finalidad de que el resto de la clase conociera la información sobre los que no habían elegido, y se organizó un pequeño coloquio sobre lo escuchado. Cuando llegó la hora de exponer lo realizado sobre Velázquez, una vez acabada la lectura, una alumna, de nombre Talía, hizo una pregunta que fue la que produjo esos segundos mágicos que nunca olvidaré. 

Ella comenzó haciendo una reflexión sobre la edad que tenía el pintor cuando falleció, opinando que en aquel tiempo no se vivía tantos años como en la actualidad y preguntándome si después de los siglos que habían transcurrido hasta hoy, era posible que hubieran descendientes del insigne artista. Le contesté que el sólo había tenido dos hijas y una murió siendo niña. Además, ese apellido era de su madre y en España y Sudamérica, el apellido del artista era bastante frecuente y quién sabe si alguno venía directamente del pintor, a pesar de la distancia en el tiempo. Casi cuatro siglos nos separaban. Mi respuesta terminó con estas palabras: "Yo misma lo llevo como segundo apellido...". 

En el acto, se produjo un silencio absoluto y todos los estudiantes, sin excepción, me miraron, y se miraron, con estupor y sin decir nada. Por unos instantes, pareció que el espíritu de Velázquez sobrevolaba nuestras cabezas. La sorpresa y el asombro habían sellado las bocas de unos muchachos que, por lo general, tendían a ser habladores y comunicativos. No es habitual que ellos sepan, ni se interesen, por conocer los apellidos de sus profesores. Algunos, incluso, ni de los nombres. Esa certeza fue la que jugó a favor de que la magia surgiera de improviso y a raíz de mi última frase. Aquel silencio también fue inesperado para mí y me desconcertó tanto, que sólo se me ocurrió interrumpirlo pidiéndoles que continuáramos con el siguiente autor. 

Entonces y hoy, sigo pensando que, para aquellos alumnos, imaginarse que su profesora de Dibujo pudiera ser una posible y muy lejana descendiente del pintor que más les había gustado, les debió impresionar tanto que su reacción inmediata fue un silencio casi reverencial. Entonces y hoy, sigo creyendo que el comprometido segundo apellido que llevo, dado el mundo vocacional y profesional para el que me preparé, fue el motivo insospechado de un momento mágico, gracias al cual me encantaría que aquellos alumnos no olviden nunca su admiración por Velázquez, ni a la profesora que les habló de él.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Infancia amenazada


(Título propuesto por mi buena amiga y compañera de lecturas compartidas, Pilar Rodríguez, que ha tenido la amabilidad de ponérselo a esta y otras entradas más. Mi cordial agradecimiento por hacerlo).

A veces pienso que he nacido en el mejor país del mundo y que, además, tengo el privilegio de vivir en él. Sin embargo, hay otras ocasiones en las que deploro ser ciudadana de ese mismo país y pagaría por poder marcharme a vivir a otro distinto. Supongo que España, como el resto de naciones de este planeta llamado Tierra, es capaz de lo mejor y de lo peor. Tiene lo mejor y lo peor. Va hacia lo mejor, pero también hacia lo más deleznable y es este último aspecto el que me hace renegar, de vez en cuando, de mi procedencia. 

Me considero una persona de mi época y eso hace que procure estar al día en lo que sucede dentro y fuera de nuestras fronteras. Leer, oír, y oír y ver lo que ocurre por el mundo es lo que hace que esté informada y, por lo tanto, que tenga un conocimiento variado y amplio del acontecer cotidiano local y universal. Esta convicción y este hábito hacen que lo que lea, vea y oiga pueda ser bueno, regular y malo, si establecemos una escala cualitativa muy básica. Escala que ni es tan sencilla ni tan objetiva como pretendo, pero que sirve para simplificar y registrar lo que resulta más significativo para mí. 

Toda esta disquisición anterior se debe a que hace unas semanas escuché algo que nunca pensé que escucharía, aunque tampoco me sorprendió, porque ya se atisbaban, por desgracia, síntomas más o menos aislados, de que podría darse esta horrorosa y execrable situación. Las noticias del día giraban en torno a la celebración del Día Mundial de la Infancia y hubo reportajes y cifras, por doquier, relativos a la explotación infantil a lo largo y ancho del mundo. 

Quizá, haya sido el hecho de los datos más cercanos, los de nuestro país, los que me hayan llevado a mi pronunciamiento inicial de que, en ocasiones, no me gustaría pertenecer ni permanecer en él. Como información general, se nos dijo que la explotación sexual de menores es el tercer negocio más lucrativo del mundo. Como información puntual, la vergüenza de saber que ¡España está entre los cinco primeros países del mundo que producen y consumen pornografía infantil!

La información me dejó pasmada. Mil preguntas vinieron de golpe a mi cabeza y no fui capaz de dar respuesta a ninguna. No soy psicóloga para determinar qué es lo que lleva a un adulto a producir o consumir tamaña atrocidad. Tampoco socióloga que pueda analizar e interpretar las causas que llevan a estas aberrantes tendencias del comportamiento humano. Mucho menos una psiquiatra preparada para descubrir posibles enfermedades mentales que justifiquen esta clase de conducta. 

Sólo soy una ciudadana que defiende a ultranza la protección de la vulnerabilidad y la inocencia de los niños. Que considera a los más pequeños como lo más hermoso de la raza humana. Que está convencida de que hay que cuidarlos y respetarlos, por encima de todo. Son el futuro de cualquier país y deben crecer sanos, fuertes y educados en cuerpo y alma, porque son, además, la continuidad de la especie. Por eso, me parece inconcebible, espantoso, repugnante que haya individuos, de procedencia social y cultural diversa, capaces de atacar y destrozar esa inocencia en beneficio propio o en el de otros de la misma calaña. En nombre del ocio y del negocio. Por eso, hay que denunciarlos, perseguirlos y entregarlos a la Justicia, para que caiga sobre ellos toda la fuerza de las leyes. Las naciones que permiten estos horrores y no los combaten con todo lo que su legislación les facilita, se convierten en cómplices de lo inadmisible y habría que excluirlos de un mundo civilizado que tiene la obligación de defender la existencia de valores y costumbres sanos y positivos, como marchamo de pueblos educados en el respeto, por encima de cualquier otro interés. 

Hace mucho tiempo, un buen compañero de profesión me dijo que España es un país que sólo conoce el blanco y el negro, y que ignora que entre ambos existe una amplia gama de grises. Quizá resulte un pronunciamiento muy radical, pero, a la vista de datos como los difundidos en el Día de la Infancia, no queda otro remedio que darle la razón. De un país religioso hasta las trancas, - probablemente, por imperativos legales torticeros -, se ha llegado a prácticas tan repugnantes como las comentadas. Del puritanismo más rancio e hipócrita al libertinaje más deleznable. 

Una vez más, ha de ser la educación la que haga frente y contrarreste estas conductas patológicas y/o perversas. La educación que exige la intervención de las familias, la educación que emana de las enseñanzas escolares y la que ha de ser un compendio de ambas. La educación del conocimiento y de los valores. Ojalá se logre lo antes posible y acabemos, entre todas las personas de buena voluntad, con la peor de las lacras.

viernes, 14 de diciembre de 2012

¿Dónde están?

Hay personas que se cruzaron en nuestras vidas y con las que tuvimos una relación muy especial que, a lo mejor, no duró demasiado. Y no hablo de relaciones sentimentales al uso, sino de las que nacen de la compenetración y del entendimiento entre dos seres humanos, sea cual sea el género al que pertenezcan, la extracción social o el color de la piel. De las que surgen de manera natural y que no se basan en experiencias compartidas, a lo largo de un tiempo, sino de las que brotan de un modo espontáneo y puntual, y sólo duran unas semanas o, a lo sumo, unos pocos meses. Hoy quiero recordar a María, nombre supuesto de una joven con la que coincidí en el lugar en el que me alojé durante casi sesenta días, con motivo de la oposición a unas plazas a las que yo aspiraba, hace ya unas cuantas décadas. 

Era - y espero que siga siendo - tan canaria como yo y de edad similar a la mía. Pertenece a una familia de ringo rango, de estas tierras, que no tengo el gusto - o el disgusto - de conocer y, desde hacía una larga temporada, vivía en aquella residencia en la que yo estuve esporádicamente. Cuando se enteró de que un pequeño grupo de paisanos acababa de llegar a aquella instalación, se puso en contacto con nosotros y una simpatía mutua se estableció de inmediato. Era licenciada en una rama humanística y, aunque no ejercía como profesora, malvivía de su especialidad y de una ayuda económica que recibía de su familia hasta que se enteraron de que estaba embarazada sin casarse. 

Todo esto me lo contó antes de que yo volviera a mi casa. Debí ser merecedora de su confianza y también debí ser el hombro que necesitaba para desahogar la pena que parecía llevar muy adentro. La pena de la lejanía, de la incomprensión familiar, del abandono, de la cobardía y la inmadurez del hombre del que se enamoró... Pero también me transmitió su ilusión por el hijo que esperaba y que pensaba sacar adelante, con o sin ayuda y le pesara a quien le pesara. Me pidió la dirección de mi domicilio y, durante una temporada, mantuvimos una correspondencia puntual: las felicitaciones navideñas y el acontecimiento de la llegada de su niño y el nombre que le puso. Aunque no sé donde lo tengo, aún conservo lo que me envió y recuerdo su letra picuda y personal, con aires de antigua alumna de colegio religioso. 

Quizá sea la proximidad de estas fiestas la que ha hecho que venga a mi memoria y me encantaría volver a saber de ella. Dónde estará ahora, cómo habrá salido adelante, si tiene más hijos, si su familia la aceptó por fin, si ella estuvo de acuerdo, si es feliz a pesar de todo... Un montón de preguntas que reharían el tiempo que quedó atrás, entre otras razones, por la distancia. Una distancia casi insalvable cuando son más de dos mil kilómetros los que separan un lugar de otro y, en aquel entonces, la frecuencia de los vuelos y el coste de los mismos eran un obstáculo para mantener el contacto entre las personas. 

Siempre he tenido la sensación de que cualquier día podríamos encontrarnos de nuevo, aunque también siempre me asalta la duda de si nos reconoceríamos. La vida nos va cambiando en muchos aspectos y el más visible es el físico. Ganamos peso, llegan las arrugas. A lo mejor, dejamos las inevitables canas a la vista. La mirada puede haberse apagado con los avatares vividos. Nuestro andar es más lento, menos vivaracho por razones obvias. Todo esto hace que podamos cruzarnos con alguien, que no vemos desde hace muchísimo tiempo, y perdamos la oportunidad de volver a disfrutar de su compañía y de compartir nuevas confidencias. 

No sólo María ocupa uno de mis recuerdos de breves experiencias vitales con otras personas. También la presencia masculina dejó su huella, mejor o peor, pero huella indeleble, al fin, y que también me gustará recuperar. Asimismo, de mi larga etapa deportiva conservo momentos de corta existencia, pero intensos, protagonizados por intérpretes peculiares. 

Pero estas son otras historias y será en otras ocasiones cuando las cuente. Quizá, en las próximas, quién lo sabe...

martes, 20 de noviembre de 2012

Mente en blanco

Hay veces en las que a una no se le ocurre nada que sea digno de escribirse, o de juntar letras, como yo suelo decir. Pero, la misma una, siente la necesidad imperiosa de hacerlo y, aún así, con la mente tan blanca como la pantalla que tiene ante sí, se sienta frente al ordenador y comienza a pulsar el teclado. Nada. Se levanta, da una vuelta por la casa. Va a la cocina a tomarse un buen vaso de agua fresca, para ver si le llega a la cabeza y le despierta las ideas. Nada. Enciende la tele un momento, escucha la radio unos minutos. Una con imágenes y la otra sin ellas, cuentan prácticamente lo mismo. Tampoco le ayudan en nada. Bien al contrario, lo que hacen es invitar al olvido de todo lo que se ha oído y visto. No abundan temas atractivos que incentiven ideas. Sólo son reiterativos y obsesivos hasta la saciedad. 

Vuelvo al ordenador y, en el camino, aprovecho para asomarme al balcón y echar una ojeada al panorama de casi siempre. El cielo, encapotado y anunciando agua en cualquier momento. Las casas, sin variaciones. Fachadas antiguas, pocas, y más recientes, la mayoría. Detrás de todas se encierra la existencia y costumbres domésticas de los vecinos de toda la vida y de los de hace poco. En la calle, la cinta inmóvil de vehículos aparcados y el ir y venir de los que van de paso. La normalidad de la rutina cotidiana. Regreso a mi rincón y vuelvo a intentarlo. Nada. 

Está claro que cuando la cabeza y el corazón - el estado de ánimo, en definitiva - no están por la labor, nada ni nadie los estimula. Temas hay, de sobra, para adentrarse en ellos. Recuerdos, también. Imágenes, a partir de las que animarse - o deprimirse -, muchísimas. Me temo que lo que no hay, en esta ocasión, es deseo de hacerlo. Llegados a este punto, las pocas veces en que esto me ocurre, me llevan a preguntarme qué es lo que hacen, para superar un momento de éstos, los que viven de la escritura. O, a lo mejor, a ellos no les pasa porque tienen recursos, - que yo no tengo -, para salir del atolladero. Dicen que la necesidad agudiza el ingenio y el que tiene como oficio o profesión el arte de escribir, no puede permitirse veleidades como la que hoy me pasa a mí. 

Llegados a este punto, pues, me tranquiliza el que yo no tengo la obligación de juntar letras, que sólo lo hago por pura afición, por puro tirón genético, y que ambos pueden esperar a que las ganas lleguen o a que aparezca el tema que les espabile. De momento, sólo surge contarles lo inútil del intento y, por ahora, ya es bastante...