jueves, 27 de diciembre de 2012

Infancia amenazada


(Título propuesto por mi buena amiga y compañera de lecturas compartidas, Pilar Rodríguez, que ha tenido la amabilidad de ponérselo a esta y otras entradas más. Mi cordial agradecimiento por hacerlo).

A veces pienso que he nacido en el mejor país del mundo y que, además, tengo el privilegio de vivir en él. Sin embargo, hay otras ocasiones en las que deploro ser ciudadana de ese mismo país y pagaría por poder marcharme a vivir a otro distinto. Supongo que España, como el resto de naciones de este planeta llamado Tierra, es capaz de lo mejor y de lo peor. Tiene lo mejor y lo peor. Va hacia lo mejor, pero también hacia lo más deleznable y es este último aspecto el que me hace renegar, de vez en cuando, de mi procedencia. 

Me considero una persona de mi época y eso hace que procure estar al día en lo que sucede dentro y fuera de nuestras fronteras. Leer, oír, y oír y ver lo que ocurre por el mundo es lo que hace que esté informada y, por lo tanto, que tenga un conocimiento variado y amplio del acontecer cotidiano local y universal. Esta convicción y este hábito hacen que lo que lea, vea y oiga pueda ser bueno, regular y malo, si establecemos una escala cualitativa muy básica. Escala que ni es tan sencilla ni tan objetiva como pretendo, pero que sirve para simplificar y registrar lo que resulta más significativo para mí. 

Toda esta disquisición anterior se debe a que hace unas semanas escuché algo que nunca pensé que escucharía, aunque tampoco me sorprendió, porque ya se atisbaban, por desgracia, síntomas más o menos aislados, de que podría darse esta horrorosa y execrable situación. Las noticias del día giraban en torno a la celebración del Día Mundial de la Infancia y hubo reportajes y cifras, por doquier, relativos a la explotación infantil a lo largo y ancho del mundo. 

Quizá, haya sido el hecho de los datos más cercanos, los de nuestro país, los que me hayan llevado a mi pronunciamiento inicial de que, en ocasiones, no me gustaría pertenecer ni permanecer en él. Como información general, se nos dijo que la explotación sexual de menores es el tercer negocio más lucrativo del mundo. Como información puntual, la vergüenza de saber que ¡España está entre los cinco primeros países del mundo que producen y consumen pornografía infantil!

La información me dejó pasmada. Mil preguntas vinieron de golpe a mi cabeza y no fui capaz de dar respuesta a ninguna. No soy psicóloga para determinar qué es lo que lleva a un adulto a producir o consumir tamaña atrocidad. Tampoco socióloga que pueda analizar e interpretar las causas que llevan a estas aberrantes tendencias del comportamiento humano. Mucho menos una psiquiatra preparada para descubrir posibles enfermedades mentales que justifiquen esta clase de conducta. 

Sólo soy una ciudadana que defiende a ultranza la protección de la vulnerabilidad y la inocencia de los niños. Que considera a los más pequeños como lo más hermoso de la raza humana. Que está convencida de que hay que cuidarlos y respetarlos, por encima de todo. Son el futuro de cualquier país y deben crecer sanos, fuertes y educados en cuerpo y alma, porque son, además, la continuidad de la especie. Por eso, me parece inconcebible, espantoso, repugnante que haya individuos, de procedencia social y cultural diversa, capaces de atacar y destrozar esa inocencia en beneficio propio o en el de otros de la misma calaña. En nombre del ocio y del negocio. Por eso, hay que denunciarlos, perseguirlos y entregarlos a la Justicia, para que caiga sobre ellos toda la fuerza de las leyes. Las naciones que permiten estos horrores y no los combaten con todo lo que su legislación les facilita, se convierten en cómplices de lo inadmisible y habría que excluirlos de un mundo civilizado que tiene la obligación de defender la existencia de valores y costumbres sanos y positivos, como marchamo de pueblos educados en el respeto, por encima de cualquier otro interés. 

Hace mucho tiempo, un buen compañero de profesión me dijo que España es un país que sólo conoce el blanco y el negro, y que ignora que entre ambos existe una amplia gama de grises. Quizá resulte un pronunciamiento muy radical, pero, a la vista de datos como los difundidos en el Día de la Infancia, no queda otro remedio que darle la razón. De un país religioso hasta las trancas, - probablemente, por imperativos legales torticeros -, se ha llegado a prácticas tan repugnantes como las comentadas. Del puritanismo más rancio e hipócrita al libertinaje más deleznable. 

Una vez más, ha de ser la educación la que haga frente y contrarreste estas conductas patológicas y/o perversas. La educación que exige la intervención de las familias, la educación que emana de las enseñanzas escolares y la que ha de ser un compendio de ambas. La educación del conocimiento y de los valores. Ojalá se logre lo antes posible y acabemos, entre todas las personas de buena voluntad, con la peor de las lacras.

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